
De repente, les suena el
móvil, y ella le dice a él: «No contestes. Debe ser Dennis». Lehane
apalizó a sus criaturas de ficción psicológica, física y emocionalmente, y una
década después los rescata para que investiguen, en «La última causa perdida»
(RBA), a ladrones de indentidad, matrimonios psicópatas, gánsteres rusos... la
vida misma. Patrick Kenzie y Angie Gennaro son ya matrimonio. Él trabaja para
una firma de abogados que no declina la palabra «ética» y que le conmina al
larriano «vuelva usted mañana» cuando Patrick les implora que le hagan fijo
para tener un seguro médico y vacaciones. Ella ha pedido una excedencia para
cuidar de la pequeña Gabrielle y por la noche estudia sociología aplicada. Están
al borde de la bancarrota, cuando un fantasma del pasado viene a visitarles...
Como la vida misma.
No quería ser un «capullo»
Cuando en casa de Lehane
sonaba el teléfono, no sabía si le iban a cortar la luz, el alma o la vida
misma... Descendiente de inmigrantes irlandeses, que se instalaron en el
alambre (The Wire) de Boston —conserje él y camarera en una cafetería ella—, Dennis
regresó del escarnio para triunfar y convertir en oro puro el thriller
literario y televisivo. Lehane, el más pequeño de cinco hermanos, aprendió a
narrar escuchando la mordacidad de las conversaciones entre negros e
irlandeses. «He dado en el blanco», se felicitaba la otra tarde, con
deliciosa ironía, mientras caminaba con su dentadura por la colina de la
hamburguesa en un hotel literario en este ferragosto.
En ese lado oscuro de la
vida, Dennis Lehane tenía un deseo: no convertirse en un «capullo»: «Tener
dinero no te da derecho a despreciar a la gente que no lo tiene. O, incluso
peor, a juzgarla». Tener o no tener dignidad. Él se siente orgulloso de
sus padres; trabajadores honrados de pertenecer a una clase social «en la que
asumes una total responsabilidad sobre ti, en donde siempre trabajas el doble
de lo que debes, y en la que nunca te pones excusas. Y eso no significa que
seas mejor que la gente que tiene menos suerte que tú». ¿Vivimos
gobernados por una mesnada de «capullos»? «No creo, porque entonces no nos
controlarían», reflexiona mientras fulmina una brocheta de carne con guarnición
de arroz. Y entonces emerge Boston, su jungla de asfalto: «El barrio donde yo
crecí [el polvorín Dorchester, escenario de Kenzie & Gennaro, y el cóctel
on the rocks de soul & irish] ya no existe». ¿Y la novela negra
basura? ¿Existe o no? «Sí, desde luego, hay mucha novela negra basura,
mala poesía, mala ficción...».
Su oscarizada obra
maestra «Mystic River», que el caballero Eastwood —pulir cera, dar cera, ya
saben, la vida misma—, transformó en cine en estado de gracia y de emergencia
narrativa, nació en las sesiones dobles dedicadas a James Cagney —el enemigo
público número uno— que el tío de Dennis le llevaba a ver. Hoy, él no se
considera más que «el sabor del mes» del emporio Hollywood: «Mi racha terminará.
Tengo la inmensa fortuna de que a mi círculo íntimo, algo muy propio de la
gente de Boston, no les importa un pimiento lo que hago. Una noche cené con
Clint Eastwood y un amigo íntimo no me preguntó por él, sino si me había
gustado el pez espada que nos habían servido». Como la vida misma,
cualquier otro día...
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